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Procesos digitales en el sector educativo

La pandemia ha obligado a las instituciones educativas a adoptar tecnología desconocida y realinear los procesos con un tiempo limitado para evaluar los riesgos. Es necesario nuevos modelos educativos en los que la digitalización transversal del sector de la educación será necesaria.


Algunos avances de procesos digitales en la industria de la actividad educativa a través de tecnologías es la identidad digital. Una solución de identidad digital debe ser capaz de crear ID digitales para estudiantes, docentes, personal administrativo y dispositivos. Actualmente es un recurso muy valioso para cualquier institución
educativa por el hecho de que permite a toda persona física identificar y autentificar su identidad, para poder realizar cualquier acción qué, por seguridad o simplemente para generar eficiencia, no requiere desplazarse físicamente a un lugar
determinado. Mostrando así la posibilidad que los estudiantes podrían acceder a redes y plataformas educativas para realizar exámenes y tramitar procesos académicos desde la comodidad del sitio dónde te encuentres.


También esta la opción de onboarding, que es de las soluciones más innovadoras en el mercado. El onboarding facilita la creación de identidad rápida y su verificación remotamente en tiempo real, esto facilita la matrícula a distancia de los estudiantes sin importa la ubicación geográfica que tengan. Esto genera mayor satisfacción al
estudiante y facilita el trabajo al personal administrativo.


El verdadero potencial de todas estas innovaciones digitales es su integración en un sencillo ecosistema de herramientas; creando soluciones, con la capacidad de generar una respuesta poderosa en todos los procesos, tanto de los estudiantes como de los profesionales de las instituciones educativas. Integración, escalabilidad y adaptabilidad son elementos cruciales en la digitalización del sector de la educación.

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Llegada de la digitalización en las aulas

La nuevas generaciones ofrecen y demandan nuevas formas de aprender.
Actividades educativas basadas en el uso de robots o en el aprendizaje de habilidades de programación pueden incrementar el compromiso con el conocimiento en otras áreas como literatura o historia, a través del juego y la experiencia. Además, su uso puede mejorar el desarrollo ético, emocional y social en base al impacto que, por ejemplo, un robot con atribuciones sociales puede causar en los estudiantes.

Sin embargo, el beneficio más prometedor es su potencial educativo alumnos con necesidades especiales, tanto en las áreas cognitivas como psicosociales. La escalabilidad de las propuestas educativas basadas en las nuevas tecnologías es la razón por la que son especialmente útiles en programas de refuerzo y de educación especial.

En las aulas donde la robótica y la programación han cobrado protagonismo, pueden diferenciarse dos tipos de uso, en función de su finalidad. Por un lado, con un fin educacional, encontramos un conjunto de elementos físicos o de programación que motivan a los estudiantes a construir, programar, razonar de manera lógica y crear nuevas interfaces o dispositivos. Por otro lado, como elemento social, encontramos la incorporación de estas herramientas a modo de juego o gamificación, de forma que sistemas autónomos o semiautónomos interactúan con los estudiantes, asquiriendo roles como el de un entrenador, un compañero, un dispositivo tangible o de registro de información.

La robótica educativa es una de las herramientas que hoy en día gozan de mayor popularidad para aproximar el mundo de las nuevas tecnologías al aula. De hecho, cada vez más colegios la ofrecen ya como parte de su oferta de actividades extraescolares, como actividades complementarias o como actividad curricular.

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El derecho a la universidad (II)

La “Estrategia España 2050” presta una especial atención al impacto de la longevidad en el futuro del país. “El cambio demográfico reducirá sustancialmente nuestra fuerza laboral, pero si logramos recortar la tasa de paro y elevar la tasa de empleo hasta los niveles actuales de los países más avanzados de Europa (esto es, 15 puntos de aumento hasta el 80%) conseguiremos neutralizar en buena medida los efectos negativos del envejecimiento. De perder 2,5 millones de ocupados potenciales, pasaremos a crear 1,5 millones de aquí a 2050… Si España supo crear casi 2 millones de plazas formativas en FP superior y universidad entre 1980 y 2020, bien podrá crear un millón de puestos para programas formativos mucho más breves de aquí a 2050, sobre todo si se vale de las tecnologías digitales y los formatos híbridos de enseñanza”.

La idea de que la prosperidad futura para España pasa por la implantación de una Sociedad del Aprendizaje está plenamente recogida en la propuesta Estrategia España 2050. De hecho, al menos cinco de los ocho ítems del documento le afectan directamente. Ello conduce a la necesidad de definir y potenciar las instituciones públicas que van a dar soporte a esta transición, y de manera especial al papel que se espera que jueguen las Universidades.

El denominado K60, el currículum organizado con una extensión de 60 años, está en el epicentro del debate de las universidades norteamericanas. La publicación, en el año 2020, del libro “The 60-Year Curriculum. New Models for Lifelong Learning in the Digital Economy”, supuso una llamada de atención que no ha pasado desapercibida. Las universidades se enfrentan al reto de ser capaces de dar respuesta a un currículum sin otro límite que las demandas del mercado laboral y la duración de la vida. Un cambio estructural que no es asimilable al incremento del tradicional aprendizaje permanente, pues como señala Huntington D. Lambert, Decano de la División de Educación Continua y Extensión. Universitaria de la Universidad de Harvard, “No se trata solo de mirar hacia adentro, en términos de estudiantes, sino también de cómo la universidad puede ayudar realmente a la comunidad”.

La configuración del derecho a la universidad es la manera que permitirá gestionar las transformaciones a las que se enfrentan las universidades en la sociedad del aprendizaje, desde el impulso a la relevancia de su función, la promoción del bien común y el máximo respeto a su singularidad institucional. Las universidades concentran la mayor parte del conocimiento científico y del talento público de la sociedad, pero las universidades también son reflejo de la exclusión de importantes colectivos de población que nunca tendrán opción de beneficiarse de sus servicios, de igual modo que de la precarización en las condiciones de su actividad. Tan cierto es que la universidad está fuera de los umbrales de percepción para una parte importante de la población, y que en su funcionamiento domina la reproducción de las desigualdades previas, como lo es el hecho que la universidad permite, como ninguna otra institución, el estudio, la creación de redes colaborativas y la producción de ciencia abierta, elementos esenciales para el debate social y político, a la vez que para la competitividad económica. No podemos olvidar que las universidades han sido, a lo largo de los dos últimos siglos, los elementos más cercanos a la encarnación del ideal romántico de la liberación a través de la educación; pilares sobre los que Occidente ha construido su modernidad y, en último término, los Estados Sociales y Democráticos de Derecho.

Llegados a este punto, es conveniente hacer una salvedad. Ciertamente, más que de universidades consideradas de manera aislada, deberíamos hablar de redes o de sistemas universitarios, ya que son éstos realmente los espacios socioeconómicos significativos y recursivos en donde se desarrolla la actividad y sobre los que se proyectan las políticas públicas. En este sentido, podemos hablar de la “perma universidad”, entendida como un ecosistema donde todos sus integrantes se benefician mutuamente y generan una esfera de influencia, en su entorno, en donde es posible aprender, desde el diálogo y la escucha, con una dimensión ética que nos invita a entender al otro.

Es la comunidad universitaria expandida, más allá de los límites de la Ley de Reforma Universitaria de 1983, la que construye el derecho a la universidad, a través de lo que “hace, siente, percibe y llega a articular en su búsqueda de significado para su vida”, en palabras de David Harvey. De esta manera, se convierte a la universidad en un lugar de experimentación, un espacio abierto al mundo capaz de transformarse y de transformar la sociedad, por qué no, en el marco ético de los Objetivos de Desarrollo Sostenible de Naciones Unidas. El derecho a la universidad es una manera de urbanizar, en el sentido que creó Ildefons Cerdà en su Teoría General, la generación, el acceso al conocimiento y el estudio. Teniendo claro que cuando hablamos del estudio lo hacemos de “la formación del sujeto y la transformación de su relación con el mundo, es decir, cómo hacerla más atenta, cuidadosa, densa y profunda”, en palabras de McClintock.

Utilizando la idea desarrollada por Izaskum Chunchilla en su libro “La ciudad de los cuidados”, podríamos decir que el derecho a la universidad debería contribuir a la creación de una universidad de los cuidados, o como la denominan Antonio Lafuente y Juan Freire, una universidad “Slow”El necesario rediseño de la Universidad post – COVID nos ofrece la oportunidad de replantear la función de la universidad y hacer de ella el espacio en donde encontrarnos con el otro y aprender a vivir con él, a la vez que el ecosistema donde aprehender conocimientos, habilidades y valores.

La configuración del derecho a la universidad obliga a una relectura del derecho a la educación regulado en el art 27 de la Constitución Española a fin de reposicionar en la realidad actual su afirmación; “Todos tienen el derecho a la educación”. En cualquier propuesta educativa que hagamos no podemos olvidar la Educación a lo largo de la vida, concepto definido por la UNESCO para designar el derecho que tienen todas las personas a recibir educación en cualquier etapa de su vida y de forma permanente. Como tampoco podemos dejar de tener presente los riesgos que nos expuso Hannah Arendt en su artículo “La crisis de la educación”; “Quienquiera que pretenda educar a los adultos, pretende en realidad hacer de guardián suyo y apartarlos de la actividad política… lo que hay es una simulación de educación, mientras que el propósito real es la coerción sin el uso de la fuerza”. La respuesta a estos desafíos es una pregunta; ¿cómo vamos a aprender juntos?, ¿cómo vamos a comunicar los universos paralelos que conviven en la sociedad para poder construir la convivencialidad? Ninguna institución recoge el deseo sobre lo que queremos ser, como persona y como sociedad, mejor que lo hace la Universidad; ni refleja mejor el compromiso de una comunidad con su futuro. La universidad es antes que nada un lugar de esperanza, y como tal un espacio obligado a vivir en permanente reinvención.

Los ámbitos sobre los que reflexionar para desarrollar el derecho a la universidad y reposicionar a la universidad como eje de la sociedad del aprendizaje afectan a sus elementos esenciales. El llamado momento Netflix de la educación, o educación a la carta, no es más que una manifestación de este proceso que nos envuelve. El rígido sistema de acceso a la universidad debe adaptarse a los nuevos públicos, a la vez que deben mejorar las condiciones de equidad existentes en sus procesos de admisión. Estas circunstancias harán inevitable la revisión del sistema de financiación, en especial en lo relativo a las becas y precios públicos. Las universidades tendrán que considerar la posibilidad de que los estudiantes entren y salgan de períodos de estudio intensivo. En relación con las titulaciones y las prácticas docentes veremos emerger micro credenciales, mini títulos en áreas específicas de competencia. También surgirán títulos y credenciales que se trasladan con el estudiante en lugar de permanecer en la institución gracias a la creación de pasaportes de aprendizaje electrónico. Se desarrollarán nuevas modalidades de asistencia a clase: presencialmente, a través de videollamada o de otras modalidades síncronas en línea. Se crearán más puentes entre la educación continua y los programas de pre-grado y de posgrado y se ampliarán los servicios complementarios de apoyo al estudiantado a través de programas de ayudas financieras, programas de asesoramiento y otros servicios profesionales.

Al margen de sus títulos, oficiales o no, la Universidad tiene mucho que aportar en la democratización del conocimiento y en la facilitación del aprendizaje expandido. Su condición de laboratorio para desarrollar políticas públicas, en especial en temas medioambientales, la producción de contenidos rigurosos en abierto y accesibles, la involucración en actividades con el tercer sector y de las administraciones locales, como las universidades populares, o la puesta en marcha de programas propios en bibliotecas, laboratorios ciudadanos, clínicas universitarias o science shops que posibiliten la creación y difusión del conocimiento junto al estudiantado y los afectados de su entorno, sin olvidar sus actividades de extensión cultural, unen a la Universidad con su comunidad en el marco de la sociedad del aprendizaje.

El conocimiento de vanguardia, la inclusión de habilidades transversales en todos los programas, la incorporación de nuevas pedagogías y la flexibilidad en el aprendizaje pueden hacer de las universidades la opción más atractiva para el aprendizaje, en cualquier momento de la vida. La demanda es evidente, atenderla de manera adecuada debería ser una prioridad de las administraciones y universidades. Hasta ahora, la universidad ha sido entendida fundamentalmente como una etapa intermedia entre la educación secundaria y la formación a lo largo de la vida.

Reivindicar el papel de la universidad como garante del acceso equitativo al aprendizaje durante toda la vida parece la solución no sólo más eficiente y evidente, sino también la más ajustada al rigor e incertidumbre de las exigencias formativas a las que nos enfrentamos como sociedad. Operar estos cambios será imposible si no cambia la relación de la universidad con su comunidad. Incorporar en la agenda el derecho a la universidad nos permite superar los debates internos en los que encalla la universidad española, a la vez que supone acercarla a las demandas crecientes de formación y conocimiento propias de la sociedad del aprendizaje, en un proceso calmado, abierto y orientado al bien común. Festina lente.

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El derecho a la universidad (I)

La universidad humboldtiana se enfrenta a la necesidad de revisar las murallas que defendieron su éxito, al igual que hicieron las ciudades europeas durante la segunda mitad del siglo XIX. La apertura de la Universidad, desde la autonomía y los valores que la representan, es la manera con la que poder atender el creciente afán por aprender y contribuir a la construcción de una sociedad más justa y sostenible. El papel que asuma la Universidad en la gestión de conflictos, tales como la evitabilidad del ecocidio, la dignidad de la persona frente a las tecnologías, las tensiones demográficas o los desafíos de las nuevas formas de trabajo, determinará su futuro como institución, y con él, en gran medida, el del conjunto de la sociedad.

La vinculación entre la ciudad, como espacio que nos promete la libertad para ser, y la universidad como espacio que se construye desde la libertad, la podemos encontrar desde sus orígenes medievales. En la actualidad las metáforas de la “Universidad como ciudad”, o de la “ciudad educativa recogen una realidad que crece en la misma medida que lo hace la sociedad del aprendizaje. Universidad y ciudad se hibridan en las calles y en el entorno digital para satisfacer las demandas de aprendizaje, formal y expandido, de las personas, así como las actividades de investigación científica e innovación tecnológica y la construcción de la convivencia y la convivencialidad. El Cardenal Cisneros en siglo XV fue el primero en plasmar en su proyecto alcalaíno la idea de la “ciudad universitaria”, con una visión premonitoria que alcanzará su plena expresión en la refundación de la universidad en el siglo XIX encarnada en la idea de campus universitario.

La llegada del nuevo siglo ha enfrentado a las universidades a desafíos científicos y formativos esenciales para sus comunidades, incompatibles con la mediocridad y el corporativismo. Ahora bien, no es un problema que afecte sólo a las universidades, ya que, para poder dar respuesta a estos retos necesitan la implicación directa de la sociedad y el reconocimiento y pleno compromiso de los gobiernos. Los informes y la realidad vivida nos exhortan a abordar con urgencia el impacto de las nuevas tecnologías en los mercados laborales, a través de la puesta en marcha de políticas educativas destinadas a potenciar exponencialmente los niveles de educación y de habilidades entre todos los rangos de edad. Estudio tras estudio, crece la alarma en relación con los millones de personas, excluidas, amenazadas o temerosas por los inciertos cambios del sistema productivo, que demandan formación. Migrantes de la transformación tecnológica que reclaman servicios y recursos excepcionales.

El Informe 2020 del Foro Económico Mundial sobre el Futuro del Empleo nos presenta un panorama convulso que insta a la aplicación urgente de políticas públicas vigorosas y radicales. Políticas que sean capaces de responder a las necesidades tanto de los trabajadores que probablemente permanecerán en sus funciones, como de a aquellos otros empleados que corren el riesgo de perder su actividad debido a las transformaciones que está experimentando mercado de trabajo. En promedio, los empleadores esperan ofrecer capacitación y actualización al 70% de sus empleados para el año 2025. Para ese mismo año, 85 millones de puestos de trabajo pueden ser desplazados por un cambio en la división del trabajo entre humanos y máquinas, mientras que 97 millones de nuevos roles mejor adaptados a la nueva división del trabajo entre humanos, máquinas y algoritmos, pueden surgir. Ello supondrá un importante desafío que transformará los proveedores tradicionales de formación. Por responsabilidad y por oportunidad, dado que en este momento hay más de un millón menos de jóvenes en edad universitaria en España que a principios de siglo, los sistemas universitarios deben ser capaces de dar una respuesta a este importante reto.

En España, tan sólo en el ámbito del aprendizaje formal, el International Institute for Applied Systems Analysis considera que se debería pasar de tener un 26% de graduados a un 38% y de un 11% de titulados con un FP Superior a un 17% a fin de garantizar la sostenibilidad económica. En el marco de la financiación de las políticas  activas de empleo dedicadas a la formación, la Estrategia España 2050 recoge la necesidad de incrementarlas hasta alcanzar el 0,25% del PIB en 2030 y el 0,4% en 2050. Con este escenario, “España tendrá que hacer una apuesta decidida y contundente por la educación (desde el nacimiento hasta la senectud), y multiplicar sus esfuerzos en I+D”. Se trata de una inversión de miles de millones de euros adicionales que atraerán a todo tipo de proveedores, y en la que los sistemas universitarios deberían asumir un papel determinante.

Así lo han interpretado en el Reino Unido en donde preparan una reforma en profundidad de su sistema de formación a lo largo de la vida. En su discurso de apertura anual del Parlamento inglés, la soberana británica puso el foco, con especial intensidad, en dicho tema: “La legislación apoyará una garantía de habilidades de por vida para permitir el acceso flexible a educación y capacitación de alta calidad a lo largo de la vida de las personas”. Inmediatamente después, el gobierno inició la tramitación del proyecto de ley de Habilidades y Educación Post-16. Esta ley se fundamenta en la profunda reflexión del Libro Blanco sobre habilidades y educación elaborado desde el año 2018. Como elementos más destacados cabe señalar la incorporación de la obligación de las universidades de alinear los cursos que ofrecen a las necesidades de los empleadores locales, atribuyendo poderes extraordinarios para que el secretario de educación intervenga en las universidades que no satisfagan las necesidades locales, y el reconocimiento al derecho a acceder, durante cuatro años, a financiación mediante préstamos estudiantiles que permitirán realizar estudios de educación superior a lo largo de su vida.

En este sentido, pocos informes ofrecen una visión global tan clarificadora para entender los desafíos a los que se enfrenta la institución universitaria como “The Futures of Universities Thoughtbook”,.En su edición de 2020, “Universidades en tiempos de crisis” ofrece una sugerente visión prospectiva sobre el ecosistema global de educación superior para el año 2040. En dicha panorámica se recoge el concepto de “Life partner”, considerado como uno de los cinco ámbitos esenciales para la transformación de la Universidad. “Más allá de los estudiantes tradicionales que comienzan sus estudios universitarios directamente después de la enseñanza secundaria y antes de tener experiencia laboral, la noción de estudiantes se expande para incluir individuos en todas las etapas de la vida”. En definitiva, el informe marca una tendencia que parece ineludible: el incremento y la mejora de las habilidades de los miembros de la sociedad, a lo largo de sus vidas, a fin de disponer de las herramientas necesarias para encarar con éxito los retos de un mundo cambiante se ha convertido en un cometido esencial de la Universidad en siglo XXI.

Una reflexión semejante sobre la necesidad inminente de cambios estructurales en los sistemas universitarios también es compartida por los responsables del “Espacio europeo de educación superior” (EHEA). Así, en la declaración de la última reunión de ministros de universidades celebrada en Roma en el año 2020; “Principles and Guidelines to Strengthen the Social Dimension of Higher Education in the EHAE”, se recoge que “Participation in higher education has to be a lifelong option, including for adults who decide to return to or enter higher education at later stages in their lives. An inclusive approach needs to involve wider communities, higher education institutions and other stakeholder groups to co-create pathways to higher education.”

Posiblemente sea en el sistema universitario de los EEUU en donde, dada su heterogeneidad y proyección global, se esté produciendo un debate más intenso sobre la modificación de los públicos y su impacto en la organización y servicios universitarios. En el año 2018, la prestigiosa universidad tecnológica Georgia Tech publicó su visión prospectiva para el año 2040: “Deliberate innovation. Lifetime education”. En su declaración inicial puede leerse como uno de los elementos clave del futuro. “The successful universities will be those which invest in the pipeline to help students acquire and renew skills not only through formalized degrees and credentials but with programs, products, and services that are relevant and valuable throughout their lifetimes”. De este modo, la universidad norteamericana se abre y transforma para adaptarse a las demandas sociales emergentes.

En América Latina y el Caribe, el debate también se articula alrededor de las mismas coordenadas. A través del programa “Los futuros de la educación superior,” UNESCO-IESALC ha querido que la comunidad universitaria responda a las dos siguientes preguntas; ¿Cómo le gustaría que fuera la educación superior en 2050?

¿Cómo podría contribuir la educación superior a mejoras futuras para todos en 2050? Así, el 25 de mayo del 2021 se publicaba el informe Pensar más allá de los límites. Perspectivas sobre los futuros de la educación superior hasta 2050”. En este informe, se recoge como uno de los objetivos básicos de la universidad para las próximas décadas “intentar imaginar nuevas formas de diseñar, proporcionar y mejorar la educación superior para todos… cumplir con el derecho a la educación superior para todos”.

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¿Cómo puede ayudar la tecnología a mejorar la educación?

La pandemia que experimentamos a partir de marzo del año 2020 nos ha obligado a reflexionar de manera más explícita sobre el papel que las tecnologías deben y pueden jugar en la educación; a tomar decisiones más meditadas sobre las herramientas, recursos y plataformas que debemos incorporar a nuestros ecosistemas de aprendizaje; a tener en cuenta la innegociable necesidad de favorecer un acceso equitativo y de calidad a las infraestructuras, dispositivos y programas necesarios para desarrollar una experiencia de aprendizaje de calidad; a generar y proporcionar recursos en forma de contenidos de calidad para que nuestros alumnos puedan disfrutar de una experiencia de aprendizaje rica; a ensayar con el uso de tecnologías inmersivas (AR, VR, 360) que favorezcan otras formas de aprendizaje pleno; a intentar generar verdaderas comunidades de aprendizaje que trabajen de manera colaborativa con fines compartidos, sin perder un ápice de autenticidad en el proceso; a procurar que todos los que participan en una experiencia de aprendizaje con un gran componente digital, dispongan de las competencias necesarias para hacerlo con plenas garantías; a concentrarnos en la necesidad de contar con profesionales expertos en diseño instruccional, que se preocupen por la coherencia y significatividad de las secuencias de aprendizaje; a desplegar infraestructuras y redes suficientes y seguras, y a preocuparnos por garantizar el máximo nivel de seguridad en las comunicaciones.

No es que no nos ocupáramos de estos asuntos previamente. Es que la pandemia nos obligó a acelerar todos los procesos en los que estábamos embarcados y a tomar decisiones que quizás hubiéramos tardado más tiempo en tomar.

Esta pujanza de las tecnologías en la educación actual es contemporánea de otra realidad innegable: la de la profunda transformación del modelo de la enseñanza superior. Son muchas las señales que nos avisaban hace tiempo de ese hecho incuestionable: la proliferación de universidades exclusivamente online, que propician una experiencia de aprendizaje nómada; la facilidad con la que se propaga el aprendizaje informal, P2P, en comunidades basadas en algún tipo de afinidad, al margen de certificaciones oficiales; la entrada en escena de agentes por completo ajenos al mundo de la educación, con una oferta masiva de contenidos formativos y una pujanza incontestable; la multiplicación de formas de reconocimiento y acreditación al margen de los mecanismos académicos tradicionales; la extensión de plataformas multinacionales con ofertas de acceso gratuito a multitud de contenidos formativos de índole universitaria; la necesidad de procurar servicios de formación a lo largo de toda la vida a un público que ya no se conformará con contenidos estandarizados y una atención anémica.

La suma del desplazamiento de la universidad tradicional por otras iniciativas formales o informales y de las tecnologías educativas sobre las que se sustentan, da como resultado una tormenta casi perfecta que nos obliga a repensar el papel de las instituciones de educación superior en el siglo XXI.

No estamos solos en esta reflexión, ni queremos estarlo, al contrario: la idea del Global Education Forum, en este itinerario dedicado a la digitalización de las universidades del futuro, es plantearnos las preguntas adecuadas para intentar buscar respuestas consensuadas. ¿De qué forma deberán contribuir las tecnologías educativas al empoderamiento de nuestros estudiantes? ¿Qué papel deberán jugar las instituciones públicas y las empresas privadas en su desarrollo y mantenimiento? ¿De qué forma garantizaremos un nivel de competencia digital óptimo para todos? ¿Cómo asegurarnos de que al acceso será equitativo y no provocará segregaciones adicionales? ¿Qué tipo de profesionales necesitaremos para diseñar experiencias de aprendizaje híbridas plenas? ¿Qué papel reservaremos, conscientemente, a la algoritmia y la inteligencia artificial en esta ecuación? ¿Cómo cuidaremos de nuestros nuevos alumnos, esos que seguirán estudiando, trabajando y formándose a lo largo de toda su vida? ¿Cuál será la propuesta de valor que les hagamos, una que mejore la que ya le ofertan otras plataformas?

El debate no ha hecho más que empezar y nuestra voluntad es crear una comunidad de aprendizaje que indague, debate y diseñe junta esas posibles soluciones.

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Sobre la necesidad de cultivar una mirada crítica hacia la tecnología educativa

La historia de la educación está llena de tecnología. Desde principios del siglo XX esta historia, así como la historia del cambio educativo, han estado vinculadas a distintas tecnologías de la comunicación: cine, radio, TV, ordenador personal, CD-ROM, internet, pizarra digital, tablets, realidad aumentada, videoconferencias. Todos y cada uno de estos desarrollos tecnológicos han sido recibidos con entusiasmo y vistos como palancas de cambio y mejora educativa. Con todas y cada una de estas tecnologías la “revolución” siempre ha estado a punto de tener lugar. Pero, la realidad es que la anhelada transformación educativa a través de la tecnología no ha tenido lugar realmente. Salvo excepciones, la tecnología aplicada a la educación no ha pasado de ser una promesa incumplida (Selwyn, 2014). Podemos decir que la historia de la tecnología educativa está llena de futuros que nunca fueron presentes. También es una historia llena de amnesia. O, dicho de otra manera, la historia de la tecnología educativa es una historia sin historia. Una de las características más sorprendentes del campo edtech es su incapacidad para registrar su propia historia y reflexionar críticamente sobre su desarrollo, como si no hubiera tiempo para mirar por el espejo retrovisor en un campo que está siempre interesado en el futuro. Como señala Martin Weller (2020), una de las razones es, sin duda, el hecho de tratarse de “un área en la que las personas se mueven desde otras disciplinas, por lo que no hay un conjunto compartido de conceptos o historia.”

Demasiado a menudo, lo que nos hemos encontrado son soluciones en busca de problemas, más que respuestas a auténticas preguntas. Además, en el ámbito educativo en general, pero especialmente en el de la educación superior, ha sido habitual encontrarnos con una narrativa que contrapone la velocidad de cambio de la tecnología (y supuestamente de la sociedad) con la lentitud, y en muchas ocasiones decidida resistencia, de las instituciones de educación superior y de los docentes a la hora de adoptar y adaptarse a estos cambios, con el consiguiente riesgo, según quienes sostienen esta narrativa, de acabar siendo irrelevantes y desaparecer. En los últimos años, son varias las veces que se nos ha anunciado la inminente desaparición de la universidad, la enseñanza o la profesión docente. La tecnología es presentada entonces como el escenario donde, de manera natural, debe desarrollarse el futuro en general y el futuro de la educación en particular. En términos darwinistas, o te adaptas o te extingues. En el marco de esta narrativa, todavía muy habitual en ciertos ámbitos, no parece haber demasiado espacio para los indecisos, los dubitativos, los precavidos o los críticos.

Este proceso nos ha llevado a una polarización en las posturas, tanto entre las personas como entre las instituciones, en torno al papel que debe desempeñar la tecnología en la educación, algo que ha impedido que se produzca un debate serio, pausado y profundo en el interior de las instituciones educativas. O estás a favor o estás en contra. En ambas posturas no parecía haber espacio para las dudas. En educación, y especialmente en educación con tecnología, nos hemos centrado mucho en los métodos y hemos olvidado las metas. Nos han sobrado posicionamientos y nos ha faltado debate.

Al mismo tiempo, las decisiones sobre tecnología educativa han sido relegadas normalmente en departamentos periféricos y no centrales de las instituciones educativas. La tecnología ha sido vista como un objeto complementario, vinculada a las infraestructuras, tratadas como algo neutro en sí mismo, como simples dispositivos más o menos efectivos, o atractivos y con fines, en muchas ocasiones, puramente de imagen y comerciales, alejadas, por tanto, de los procesos educativos y de generación de valor.

Pero mientras eludíamos el necesario debate sobre los procesos de digitalización y de incorporación de la tecnología, muchas veces de manera acrítica, han seguido produciéndose en todos los ámbitos de nuestras vidas, también en aquellos que tienen que ver con la educación, y en todas las organizaciones e instituciones que nos rodean, también en las instituciones educativas. Esta incorporación se ha producido ignorando la historia, no cuestionando su supuesta neutralidad, sin tener en cuenta las complejidades sociales, políticas, económicas y culturales de la tecnología, y desoyendo las escasas voces que nos instaban a reflexionar y discutir sobre el papel que queremos para la tecnología en educación antes de tomar decisiones. Decisiones que en muchos casos se han precipitado en los últimos 18 meses impulsadas por las necesidades de sostener la educación durante la pandemia de covid-19.

La situación que estamos viviendo nos ha mostrado en toda su crudeza la fragilidad de nuestras instituciones educativas y del sistema educativo en general en términos de digitalización, pero también ha hecho visibles numerosas contradicciones y múltiples desafíos no tecnológicos que en las últimas tres décadas no habíamos querido abordar, o simplemente habíamos cerrado en falso sobre los fines de la escuela, los aprendizajes clave, las metodologías más apropiadas y las formas de evaluar lo aprendido.

Tras más de 20 años hablando de escuela digital, de plataformas de aprendizaje, de enseñanza online, de TIC y de TAC, de ordenadores personales y tabletas y de competencias digitales de unos y otros; tras más de 2 años de agrias y yermas polémicas sobre si debíamos prohibir el móvil en los centros educativos o aprovechar su potencial como instrumento de enseñanza y aprendizaje; tras más de 20 años de inversión pública y privada en el desarrollo de plataformas, ecosistemas de educación digital, mediatecas, bancos de recursos educativos abiertos y formación de profesorado, resultó que casi nada estaba listo cuando realmente lo necesitamos. De un día para otro pudimos comprobar que no teníamos ni las infraestructuras, ni los recursos, ni las competencias, ni la pedagogía para llevar adelante la nueva tarea encomendada. Por no tener, no teníamos ni equipamiento para trabajar, más allá del que cada uno tuviese a nivel particular en su casa.

La pandemia de covid-19 ha hecho visible para todos una brecha digital primaria, la del acceso a los dispositivos y la conectividad, que en nuestro contexto cercano dábamos casi por desaparecida. La verdad es que la realidad era otra muy distinta. No solo porque hay más niños y jóvenes de los que pensábamos que no tienen ni conectividad, ni equipamiento, sino también porque hemos podido comprobar que no todos los dispositivos son igualmente válidos para aprender y/o enseñar. También es cierto que, tras esta brecha primaria aparece enseguida una de segundo orden, la del uso, la que tiene que ver no solo con las competencias más básicas para poder utilizar la tecnología, sino principalmente con el tipo de uso que damos a esa tecnología (también con las prácticas pedagógicas más adecuadas al contexto digital), y aquí la realidad es demoledora. Ni nativos, ni inmigrantes, ni residentes, ni visitantes.

La tecnología puede amplificar una gran enseñanza, pero una gran tecnología no puede reemplazar una enseñanza pobre. Resolver el reto de la integración de la tecnología en la educación nos exige resolver antes el reto mismo de la educación. Nos exige cuestionarnos, tanto a nivel individual como colectivo, tanto a nivel de aula como de institución, sobre aquello que nuestros esfuerzos educativos deberían tratar de conseguir. Nos exige cuestionarnos sobre cuáles deben ser los fines de la educación. De nuevo, la pandemia ha hecho más por la digitalización de la escuela y por desmontar las falacias del mercado tecnológico, que años de crítica tecnoeducativa.

Parece que ha llegado el momento de comprometerse, individual y colectivamente, con el impacto digital en la educación de manera crítica, de problematizar y de ser autocrítico, no con un afán de sostener posturas anti-tecnológicas, ni de resistencia general ante cualquier cambio, sino buscando situar en el centro mismo del debate educativo la compleja relación entre tecnologías y educación. Una relación que se nos revela como algo sistémico, alejado, por tanto, de la idea de simple aplicación, integración o implementación (Castañeda, 2019). Se trata de entender, como sostuvo Neil Postman (1999), que cada elección tecnológica que hacemos tiene implicaciones y que lo que necesitamos saber sobre las tecnologías no es cómo usarlas sino entender bien cómo éstas nos usan a nosotros.

Ha llegado el momento de hacer de la tecnología un objeto de indagación, problematizando tanto su aceptación y uso como su rechazo e ignorancia (Postman, 1999). Como sostenía hace unos años Sonia Livinsgton (2012), ha llegado el momento de hacerse preguntas básicas pero desafiantes que nos ayuden a pensar mejor y a perfilar las aristas de esta relación (Selwyn, 2015): ¿qué es realmente nuevo? ¿cuáles son las consecuencias no deseadas o los efectos de segundo orden de la incorporación de tecnologías en educación? ¿cuáles son las ganancias potenciales? ¿cuáles son las posibles pérdidas? ¿qué valores y agendas subyacentes están implícitos? ¿quién se beneficia y de qué manera? ¿cuáles son los problemas sociales que presenta la tecnología digital?

Ha llegado el momento de preguntarnos por las cuestiones éticas vinculadas al uso de los datos o de los sistemas de inteligencia artificial. De preguntarnos hasta qué punto la tecnología puede ayudarnos a combatir las desigualdades que atraviesan lo educativo o, al contrario, pueden crear nuevas brechas e incrementar las desigualdades existentes (Selwyn, 2016). De preguntarnos cómo podemos hacer que el aprendizaje sea auténtico, involucrar a los alumnos, ampliar la capacidad de los docentes o hacer que el aprendizaje sea relevante para las necesidades sociales actuales.

Hablar de tecnologías en educación no es hablar de dispositivos, ni de hardware y software, ni tampoco de datos, analítica y eficiencia, sino que tiene que ver sobre todo con prácticas, contextos, culturas y usos, es decir, con lo que podríamos denominar los aspectos humanos de la tecnología y de la educación (Selwyn, 2011). Los retos son grandes. Hacer lo mismo de siempre con tecnología o sin ella no permite avanzar hacia una mayor calidad y equidad de la educación (Pedró, 2017). El reto de la tecnología educativa es el reto mismo de la educación.

Referencias:

Castañeda, L. (2019). Debates regarding Technology and Education: contemporary pathways and pending conversations. RIED. Revista Iberoamericana de Educación a Distancia, 22(1), pp. 29-39. doi: http://dx.doi.org/10.5944/ried.22.1.23020

Livingstone, S. (2012). Critical reflections on the benefits of ICT in education. Oxford Review of Education, 38(1): 9-24.

Pedró, F. (2017). Tecnologías para la transformación de la educación. Fundación Santillana

Postman, N. (1999). El fin de la educación. Octaedro

Selwyn, N. (2011). Education and Technology. Key Issues and Debates. Continuum

Selwyn, N. (2014). Distrusting Educational Technology: Routledge

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